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LA TENTACIÓN CONSTITUYENTE EN TIEMPOS DE FRAGILIDAD DEMOCRÁTICA

El debate sobre una nueva Constitución en Ecuador reaparece periódicamente: cada vez que se percibe que el sistema político no cumple con los resultados, que los derechos no se concretan en la realidad o que la confianza pública se debilita, es cuando surge la idea de «volver a empezar». Pero, ¿en qué medida un nuevo texto constitucional puede solucionar problemas que, en gran parte, son de capacidades, implementación y cultura institucional?

En tiempos en los que el debate sobre una nueva constituyente vuelve a ganar fuerza, es importante explicar por qué una nueva Constitución podría ser un faro para el reordenamiento estatal y garantías efectivas, pero también por qué no debería convocarse sin antes garantizar las condiciones mínimas que eviten que el proceso sea solo un espejismo más. Entonces surge la pregunta: ¿Por qué ahora? La idea de redactar una nueva Constitución en medio de una inestabilidad política y económica puede ser vista como un acto de audacia o de imprudencia.

La pregunta clave no es solo si necesitamos una nueva Constitución, sino para qué la necesitamos. ¿Queremos reemplazar un texto jurídico o pensar colectivamente en el país? Si el objetivo es solo resolver crisis coyunturales, disputas de poder, reformas institucionales inmediatas o la tentación de «borrar y empezar de nuevo» con una nueva Constitución, se corre el riesgo de volverse obsoleta, porque no respondería a un proyecto político colectivo de transformación social a largo plazo, sino a urgencias o caprichos políticos del momento.

Uno de los factores críticos a considerar antes de emprender una constituyente es la estabilidad institucional. El país actualmente atraviesa desafíos estructurales: crisis de gobernabilidad, fragmentación política, debilidad en los mecanismos de control y fiscalización, y niveles elevados de desconfianza ciudadana en las instituciones públicas. En este contexto, un proceso constituyente podría ser capturado por intereses partidistas, en lugar de reflejar un consenso ciudadano amplio y legítimo.

Históricamente, los procesos constituyentes en América Latina han demostrado que, cuando se llevan a cabo en períodos de polarización, aumenta significativamente el riesgo de producir textos inestables o insuficientes de manera deliberada. Así, la oportunidad de innovar constitucionalmente no depende solo del deseo político del momento, sino de la capacidad de la sociedad y sus instituciones para sostener un debate profundo y equilibrado. El punto de partida: una conversación con memoria. Ecuador ya vivió una experiencia constituyente intensa en 2007–2008.

La Constitución de Montecristi dejó huellas normativas relevantes —el «buen vivir», los derechos de la naturaleza, una concepción amplia de participación— y una promesa de un Estado garante. Esa memoria pesa hoy en ambos sentidos: alimenta la expectativa de que un nuevo texto pueda reencantar a la ciudadanía con la política y, al mismo tiempo, mantiene la cautela de quienes observan que muchos déficits actuales no se deben tanto a la letra constitucional como a su implementación.

Entre esos polos, esta discusión no pretende cerrar el debate, sino ordenarlo: ¿para qué una nueva Constitución?, ¿cuándo y cómo? La respuesta honesta comienza reconociendo algo incómodo: no existe ningún texto, por brillante que sea, que pueda reemplazar la capacidad de las instituciones para convertir promesas en políticas y resultados. Al mismo tiempo, también es cierto que los textos importan: fijan rumbos, distribuyen poder, anclan garantías y diseñan remedios. Ese «nudo», entre diseño normativo y desempeño institucional, es el que conviene desatar con paciencia. ¿Qué puede resolver una nueva Constitución?

La experiencia histórica muestra que las constituciones cumplen tres funciones: limitar el poder, organizar el Estado y reconocer derechos. En esta línea de pensamiento, una nueva Constitución podría cumplir —si se realiza correctamente— con algunas necesidades esenciales. Primero, reordenar el equilibrio de poderes. No es un secreto que, en ciclos recientes, el presidencialismo ecuatoriano convivió con controles fragmentados o poco disuasorios.

Una ingeniería constitucional cuidadosa puede fortalecer la independencia judicial, clarificar la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, blindar los órganos de control y precisar, de verdad, las reglas del juego para la descentralización, que hoy son demasiado declarativas. En segundo lugar, actualizar las garantías para que los derechos no queden solo en un catálogo inspirador. No se trata de sumar derechos a la lista, sino de insertar cláusulas operativas: mínimos esenciales exigibles, reglas de no regresividad, mandatos de presupuestación con enfoque de resultados, indicadores verificables y acciones de tutela expeditas.

Tercero, poner al día el marco constitucional frente a retos de época —datos personales, inteligencia artificial, transición ecológica, seguridad digital— que requieren, como mínimo, principios ordenadores y dispositivos de control democrático. Todo eso es posible. Pero nada de eso será suficiente si se ignora el otro lado de la historia: el de las capacidades para cumplir. Lo que un texto, por sí solo, no resuelve, las constituciones no implementan hospitales ni gestionan inventarios de medicinas; tampoco capacitan por sí mismas a jueces, policías o defensores públicos.

Una parte relevante de los «fracasos» que la ciudadanía atribuye a la Constitución de 2008 tiene más que ver con cuellos de botella administrativos, déficits de coordinación interinstitucional, debilidad en la gestión del conocimiento y falta de sistemas de datos confiables. Si se convoca una nueva constituyente sin un plan serio para cerrar esos huecos, el costo de oportunidad será alto: meses —o años— de energía política absorbida por la discusión del texto, mientras las urgencias cotidianas siguen esperando.

Es evidente que el país atraviesa un profundo deterioro institucional, caracterizado por la ineficiencia y la falta de gobernanza efectiva. En esas condiciones, sería inviable realizar un proceso constituyente que garantice legitimidad y eficacia. El debate no es solo un asunto técnico o político; reducirlo a esto sería un error. Una Constitución, más que un texto jurídico, es una declaración de fe colectiva. Es la expresión escrita de cómo queremos convivir, qué valores compartimos y hasta dónde estamos dispuestos a llegar para protegerlos. Por eso, toda discusión constituyente debe reconocer su dimensión humana.

No se trata solo de juristas, asambleístas o expertos, sino de personas que viven bajo esas normas. Cuando una madre busca justicia por un hijo perdido, cuando un joven demanda oportunidades o cuando una comunidad reclama atención en salud, todos ellos están invocando la Constitución, incluso sin saberlo. Entonces, el desafío está en que el texto constitucional deje de ser un libro distante y se convierta en una promesa tangible.

En insistir que «tener una Constitución» no es lo mismo que «vivirla.» Una nueva Constitución puede ser un faro o un espejismo. Será un faro si se convoca en el momento justo, con reglas blindadas, un pluralismo real y una arquitectura de garantías que traduzca principios en políticas y resultados. Será un espejismo si se la imagina como un atajo, si se sobredimensiona su poder performativo y se subestima la labor paciente de construir capacidades institucionales.

En última instancia, en el Ecuador, la responsabilidad final recae en la prudencia ambiciosa: fortalecer lo que ya existe, corregir con reformas puntuales lo que sea necesario y preparar—si corresponde—un proceso constituyente cuyo éxito se mida no solo por lo que se escribe, sino por lo que hace posible. Quizás, más que una nueva Constitución, lo que necesitamos es reconstruir la confianza, volver a creer en la palabra dada, en la ley justa y en la dignidad del otro. Solo desde este punto de partida será posible pensar en reformas profundas sin poner en riesgo la cohesión social ni la estabilidad democrática.

Conclusión breve: ni atajo ni fetiche.