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DERECHO COLABORATIVO: PILAR DE LA CULTURA DE LEGALIDAD

INTRODUCCIÓN

En tiempos de crisis institucional, fragmentación social y desafección política, hablar de cultura de legalidad ya no puede limitarse al simple cumplimiento de normas. Resulta necesario además, comprender que el respeto por la ley no emerge del temor al castigo, sino de la interiorización ética de sus principios.

Para lograrlo, disciplinas como la mediación, la conflictología, la sociología y en los últimos años, el compliance, ofrecen claves fundamentales, que juntas, permiten pasar de una legalidad impuesta a una legalidad que constituya un tejido vivo, cimentado en el diálogo, la empatía y la justicia social, más allá del deber ser, sino más bien, generando una nueva cultura social.

Adicionalmente, en un estilo de vida cada vez más interconectado, diverso y exigente en términos de transparencia, el modelo tradicional de confrontación judicial ha demostrado limitaciones no solo en su efectividad, sino en su capacidad para preservar las relaciones y promover la paz entre ciudadanos.

Frente a esta realidad, el derecho colaborativo emerge como una respuesta innovadora y humanista, capaz de construir soluciones sostenibles mediante el diálogo, el respeto mutuo y la cooperación. Su vínculo con la cultura de legalidad, la ética profesional, el compliance empresarial y los métodos alternativos de solución de conflictos, entre ellos la mediación, refuerza su vigencia y necesidad en los sistemas jurídicos contemporáneos.

DESARROLLO

El derecho colaborativo constituye un mecanismo de resolución de conflictos basado en la cooperación entre las partes y sus abogados, quienes se comprometen contractualmente a alcanzar un acuerdo sin recurrir a los tribunales. Este modelo nació en los años noventa en Minnesota, Estados Unidos, impulsado por el abogado Stu Webb, con la intención de evitar los efectos adversariales del proceso judicial, especialmente en temas de familia. Entre los principios fundamentales del derecho colaborativo podemos destacar el compromiso de no litigio, la transparencia de la información, la escucha activa y comunicación respetuosa como eje transversal y la orientación a la creación de soluciones integrales con enfoque hacia la persona.

Su práctica se apoya en una mirada ética y transformadora de la abogacía, que deja de ser una herramienta de confrontación para convertirse en puente de soluciones pacíficas. Y es precisamente este, el rol innovador que debe de tener el abogado en el ejercicio del derecho, convertirse en un puente que lleve a la solución de las controversias, sino evitar la confrontación y la errónea visión de justificar su honorario frente a sus clientes a través de litigios; más bien, que el verdadero diferenciador sea su impronta de estratega cuyo fin sea la solución de los problemas sin dejar al margen de ello a los valores.

Por su lado, la cultura de legalidad es el conjunto de valores, creencias y conductas que reconocen a la ley como instrumento legítimo para regular la convivencia. Promoverla implica respetar las normas, reclamar su cumplimiento y dar su voto de confianza a las instituciones que las aplican. No se trata únicamente de cumplir las normas por temor a las consecuencias, sino de comprender su importancia para la convivencia, la justicia y el bien común.

Robert Klitgaard advierte que cuando existe una brecha entre las leyes escritas y las prácticas reales, florecen la corrupción y la desobediencia (Controlling Corruption, 1991). Este desfase entre norma y cultura exige un enfoque interdisciplinario que no se limite a lo jurídico, sino que aborde las causas sociales y culturales de la ilegalidad. Solo comprendiendo estas dinámicas estructurales se podrá fortalecer una cultura legal sólida y sostenida en el tiempo.

Tomando como punto de partida a la conflictología, el conflicto no es una amenaza que debe ser eliminada, sino una oportunidad que debe ser comprendida y canalizada hacia el cambio. Vicent Martínez Guzmán señala que el conflicto es parte constitutiva de la vida social, y sólo mediante su comprensión ética se puede aspirar a una paz verdadera (Filosofía para hacer las paces, 2001).

Esta visión ayuda a reconocer que detrás de la transgresión de normas muchas veces existen condiciones de desigualdad, exclusión o falta de acceso a mecanismos justos de resolución. La conflictología permite intervenir sobre las causas profundas de la ilegalidad, proponiendo estrategias para su transformación positiva y para el fortalecimiento de la justicia social.

El enfoque conflictológico nos enseña que promover la cultura de legalidad implica aceptar el conflicto como parte del proceso de aprendizaje social, no como una falla que debe reprimirse. Gestionarlo desde el diálogo y la equidad puede llevar a la construcción de normas más inclusivas y consensuadas.

Mientras tanto, la sociología permite comprender cómo las normas sociales se interiorizan y cómo el comportamiento legal o ilegal está influenciado por las estructuras sociales. Pierre Bourdieu, a través del concepto de habitus, nos muestra cómo las disposiciones sociales incorporadas desde la infancia moldean nuestras acciones, valores y percepción del mundo (La Distinción, 1979). Cuando el habitus se forma en contextos marcados por la impunidad, el clientelismo o la corrupción, es improbable que las personas desarrollen una relación ética y respetuosa con la ley. Por ello, cambiar estas estructuras simbólicas y materiales resulta esencial para construir una legalidad auténtica y sostenible.

Norbert Elias complementa esta visión al afirmar que el proceso civilizatorio implica una progresiva autorregulación social, donde las personas cumplen las normas no por miedo, sino por convicción (El proceso de la civilización, 1939). Esta autorregulación representa la base de una cultura de legalidad verdaderamente democrática.

Por estas premisas, el derecho colaborativo se alinea con esta cultura al fomentar pilares como el cumplimiento voluntario de acuerdos entre las partes; la autorregulación entre los individuos que forman parte de las controversias por medio de un diálogo empático; y, la búsqueda de justicia desde el consenso y la equidad.

Autores como Marcelo Bergman (2003) y Bidart Campos destacan que una cultura de legalidad sólida requiere la participación activa de la ciudadanía y la ética profesional de los operadores jurídicos. Es por ello que, la ética en el ejercicio del derecho implica no solo el cumplimiento de normas deontológicas, sino la adopción de valores como la integridad, la responsabilidad, la empatía y el respeto a la dignidad humana.

En el contexto del derecho colaborativo, el abogado colaborativo no es un técnico del conflicto, sino un constructor de paz, cuyo rol exige actuar como facilitador del diálogo; el respeto de la autonomía de las partes y sobre todo priorizar soluciones duraderas y equitativas.

Como lo señala Carlos Santiago Nino, el derecho no puede desvincularse de la moral pública; en este sentido, el abogado colaborativo debe actuar conforme a un profundo compromiso ético con la justicia y el bienestar social.

En líneas conceptuales del compliance, que es, el conjunto de políticas y procedimientos que garantizan que una organización actúe conforme a las leyes, regulaciones y estándares éticos, cuya adopción promueve la prevención de riesgos legales, reputacionales y operativos; y que además, está estrechamente vinculada con la cultura organizacional ética, la resolución anticipada y dialogada de disputas, y la incorporación de mecanismos alternativos de solución; nos da una receta sumamente poderosa al acoplarlo al derecho colaborativo, ya que puede integrarse como una herramienta efectiva para resolver conflictos internos o con terceros (clientes, proveedores, socios) sin dañar la imagen institucional ni incurrir en costos judiciales elevados y sobre todo generando una cultura arraigada a la ética como camino natural y cotidiano de actuación de los entes privados.

Por otro lado, la mediación no solo resuelve conflictos, sino que educa a las personas en valores democráticos. Al propiciar espacios de escucha activa, reconocimiento mutuo y co-construcción de acuerdos, fomenta una ciudadanía activa que legitima el derecho desde abajo. No se trata simplemente de negociar soluciones, sino de transformar las relaciones sociales desde el respeto y la cooperación.

Jean-François Six sostiene que el mediador no impone soluciones, sino que devuelve la palabra a los ciudadanos, ayudándolos a reapropiarse del poder de decidir juntos (Pour une médiation, 1990). Desde esta perspectiva, la mediación actúa como una escuela de cultura de legalidad, donde se aprende a resolver conflictos sin violencia, a respetar reglas y a valorar el diálogo como herramienta de justicia.

Adicionalmente, su aplicación en ámbitos escolares, familiares y comunitarios permite prevenir la criminalidad, fortalecer el tejido social y generar confianza en mecanismos de justicia restaurativa más humanos y cercanos.

En nuestro país, la Ley de Arbitraje y Mediación y su reglamento promueven activamente el uso de estos mecanismos, destacando su papel en la construcción de una justicia más accesible, eficiente y humana. Integrar el derecho colaborativo en este ecosistema fortalece una justicia alternativa centrada en las personas.

CONCLUSIÓN

Podemos concluir entonces que el derecho colaborativo representa una evolución en la forma de concebir y ejercer el derecho: deja de lado el modelo adversarial y se alinea con los valores de legalidad, ética y responsabilidad social. Su articulación con el compliance fortalece la prevención del conflicto, mientras que su convergencia con los métodos alternativos, como la mediación, refuerza una justicia restaurativa y participativa. Apostar por este enfoque es construir una sociedad más justa, pacífica y respetuosa de la dignidad humana.

Además, tomemos en cuenta que la cultura de legalidad no se impone, sino que se cultiva. Y para ello se necesita una comprensión profunda del ser humano, de sus relaciones, de sus conflictos y de sus condiciones sociales. La mediación, la conflictología y la sociología son pilares indispensables para este proceso. Juntas permiten transformar el conflicto en convivencia, y el deber legal en compromiso ético. Este es el camino hacia una ciudadanía activa, crítica y solidaria, capaz de construir un orden social justo, inclusivo y legítimo para las presentes y futuras generaciones.